sábado, 19 de septiembre de 2015

Nadie me había dicho nunca que era hijo de Dios...


El Hijo Pródigo, de Rembrandt
Una de las explicaciones que se dan, en la sociedad actual, sobre la pérdida del sentido religioso y la desaparición de Dios de la escena pública, es la configuración de una sociedad en la que se desdibuja la figura del padre. No voy a entrar ahora en tan importante tema, tan solo quiero constatar, al menos así me parece percibirlo hoy casi dos décadas después, que en mi proceso de conversión recuperar la figura de Dios Padre fue una de las primeras piedras angulares. Nací en un tiempo de España en el que, ciertamente ya no había hambre aunque manteníamos un sana austeridad de vida, muchos padres tuvieron que dejar las familias en el pueblo y salir a buscar trabajo fuera. Desconozco si hay estudios sociológicos sobre el impacto de la ausencia de la figura paterna durante tanto tiempo. Sé que los hay para Norteamérica. Tampoco importa demasiado. Sí recuerdo que mi padre era un hombre guapo, simpático y cariñoso, apenas nos reñía, y leía mucho, pero se marchó a trabajar por esas tierras de Dios cuando yo andaba por los 6 años. Sin ser huérfana si tenía un anhelo de padre que no llegué a saciar pues cuando se jubiló yo ya era una madre de familia que vivía en otras tierras. Crecí rodeada de figuras femeninas muy fuertes, el varón pasó a un plano lejano y la figura paterna quedo flotando en una nebulosa y la experiencia filial como que también. No fui el único caso de persono que creció carente de esa filialidad. Por eso creo que en mi proceso de conversión fue tan importante recuperar la figura del padre, aprender a sentirme hija y a confiar en él, máxime en una mujer como yo marcadamente feminista y antipatriarcal.

Portada del libro de la hermana Jen Prejean
Pero la ausencia del sentimiento paterno tampoco es exclusivo de las mujeres. Recuerdo leer un libro de una conflictiva persona que, al final de su vida, en unas muy dificiles circunstancias, nos habla también de esa impactante experiencia de sentirse hijo de Dios. El libro salió a la luz a comienzo de los años noventa del siglo XX. No obstante sigue siendo de actualidad1, no sólo por el tema que se pone en cuestión, la pena de muerte, sino por el propio proceso de evangelización que llevamos adelante los católicos. Si bombardeamos el mundo con mensaje religiosos que casi nadie escucha, ni nosotros mismos, o si llevamos a Jesucristo como fuente de agua viva ante esa multitud tan sedienta que vamos encontrando en el camino.

Gracias por quererme, nadie me había dicho nunca que era hijo de Dios, aunque me habían dicho muchas veces que era un hijo de puta”. Estas son las palabras que un condenado a muerte, Mathew, le dice a la Hermana Helen, que ha sido su acompañante espiritual en los últimos meses de vida, en la extraordinaria película “Pena de muerte” que nos narra y nos pone ante uno de los procesos más impactantes en relación a la experiencia del perdón y de sentirse hijo de Dios. El film pone imágenes a la espléndida novela de la hermana Jean Prejean2, religiosa que estuvo muchos años acompañando a los condenados en el corredor de la muerte de las cárceles norteamericanas.

Hermana Jean Prejean con Robert Lee Willie
Ante el condenado que solicita auxilio espiritual en sus últimos días, hay dos posturas diferentes que nos ponen en relación con dos posibles tipos de figuras paternas tras las cuales hay diferentes conceptos y experiencias de Dios: La del capellán de la prisión, respetuoso por las normas, apelando al Antiguo Testamento e invocando el logro de la administración de los sacramentos, antes de la ejecución. Y de otro lado, la de la monja, con el Nuevo Testamento en la boca, desconcertada cuando el condenado la llama y le pide ayuda, pero depositando su total confianza en Cristo. Mathew es un criminal sin paliativos, de difícil extracción social, pero al que Helen no le resta ni un ápice de su responsabilidad individual, y, pese a todo, no deja de percibirlo como hijo de Dios, quiere redimirlo por el amor del Padre, y lo consigue. Cuando el asume la responsabilidad de sus actos, la verdad le hace libre en su interior, y estallará en un torrente de lágrimas más inspiradas por la experiencia del amor de Dios, que por el sentimiento de culpa. A partir de ahí será capaz de pedir perdón a los padres de sus víctimas, y manifestar la inutilidad de la muerte de una persona a manos de otra. Todos los personajes son expuestos en sus circunstancias, se comprende cada actitud, pero en última instancia, todos somos libres, pese a nuestro dolor y nuestro sufrimiento de optar por el amor frente al odio, por el perdón frente a la violencia, por la vida frente a la muerte.

Cartel de la película de 1995
Película que me interpela profundamente, adecuada para después marcharme a un largo rato de oración, hablar sinceramente con Dios, y confesarle si realmente creo en el amor y en la vida, o creo en un sistema basado en el miedo, la represión y la muerte. Creo que Dios es mi Padre, y que es misericordioso; creo en Jesús que abolió las leyes que esclavizaban al hombre, y nos dio el mandamiento nuevo del amor... o, ¿en qué creo?.


1Carmen Martínez Hernández. “Pena de Muerte. ¿Creemos en el Dios de la vida?”, en Iglesia en Andalucía , 1 de mayo de 1996.
2Hermana Helen Prejean, CSJ. Pena de Muerte . Pena de Muerte (Dead Man Walking). Película estadounidense de 1995, dirigida por Tim Robbins y protagonizada por Susan Sarandon (Hermana Helen) y Sean Penn, (Mattew Poncelet ).

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