Decía
Mons Claudio María Celli, presidente del Pontifico Consejo para las
Comunicaciones Sociales que no podemos bombardear las redes sociales
con mensajes religiosos sino hacernos presentes con “testimonio
valiente y claro de
las cosas en las que creemos, de Jesucristo”. El hombre y la mujer
modernos están cansados, se sienten solos y heridos y a ellos hay
que acercarse, hay que saber decirles que Dios los ama tiernamente.
Los que estamos en la iglesia no somos los mejores ni los más buenos
del mundo, pero sí intentamos que Jesús esté en lo profundo de
nuestra vida y queremos testimoniarlo (1).
Sé
que soy una mujer creyente, laica y que la Iglesia proclama el
apostolado de los seglares como un derecho y como un deber, como
participación en la función profética, sacerdotal y real de
Cristo. Sé que me gustaría ser santa en medio del mundo, pero
también soy consciente de que estoy demasiado instalada en la
comodidad, y una cierta nausea de mediocridad me sube de vez en
cuando. En mi apostolado me encuentro con diferentes situaciones y no
siempre la misma metodología da le mismo resultado porque la
personas que escuchan nunca son las mismas. Desde la docencia
teológica a la catequesis he encontrado satisfacciones y
decepciones. Pero lo que más me ha costado y donde más atención he
encontrado es cuando hablo de mi testimonio personal, de mi propia
experiencia de fe y de conversión, de como Jesús se ha ido
instalando en lo más profundo de mi vida.
En
muchas ocasiones he hablad0 (2)
del
impacto que me generaron las palabras que oía en la eucaristía
cuando decidí volver a misa, allá por año 1992, y que el sacerdote
decía cada día en la eucaristía: "Pongamos
sobre el altar nuestro deseo de sentirnos queridos por el Padre".
Recuerdo,
gratamente, como fui adquiriendo seguridad en mi vida, conforme
aquella oración se convertía en experiencia que me permitía
percibir el amor de los demás, y a partir de ahí, ir creciendo en
capacidad de amar y, sobre todo, llegar a sentir el amor de Dios
Padre como una realidad. No es un tema del que se pueda hablar con
mucha gente. No obstante en frecuentes ocasiones comentaba con una
amiga, Manoli, el gozo de vivir la eucaristía desde esa experiencia
de amor, y también la incomprensión que generaba en otras personas.
No dejábamos de sentir una cierta tristeza por aquellas mujeres que
vivían y viven sus relaciones familiares o de amistades, sin una
honda experiencia del amor, parece que no se sienten queridas por
nadie, y en consecuencia no creen en la amistad limpia, desinteresada
y, sobre todo, en libertad.
No
tengo la capacidad de poner las cosas pro escrito con la belleza que
lo hacen los profesionales de la escritura, pero me encanta
encontrarlos. Y encantadísima quedé con Tu
eres mi amado,
un pequeño y precioso libro de Henri J.M. Nouwen, publicado en 1992,
en el que el autor pretendía encontrar un nuevo lenguaje para hablar
de espiritualidad a los hombres y mujeres que viven en medio de la
sociedad secular. En él encontré páginas deliciosas sobre cómo la
experiencia de sentirse amada por el Padre revela una de las verdades
más profundas de nuestra existencia.
Cuando
alguien revisa su vida, como yo revisé la mía y percibí la suave y
silenciosa voz que, en la quietud del corazón, me decía tu eres
mi amada, significa que la había escuchado en mi largo caminar,
por los diversos caminos que anduve, en mi familia, en mis maestros,
en mis amigas, en mis hijos, en todos los que me han cuidado con
ternura, me han enseñado con paciencia, y animado a caminar cuando
me sentía desfallecer. Y porque la escuché, vencí mis miedos y mis
sentimientos de nulidad -que los tuve y grandes-, y he sido capaz de
amar, a pesar de todas mis limitaciones, unas veces mejor que otras.
Me siento amada y siento una profunda gratitud por el don recibido. Y
siento que Dios me llama por mi nombre en aquel que se abre como un
horizonte donde se reflejan mis sueños y mis anhelos, y me explica
que el don de la gratuidad no tiene "por qués" ni "para
qués".
(2) Mª
Carmen
Martínez
hernández. “Tu
eres mi amado”,
en
Iglesia
en Andalucía, 1 de febrero de 1996
No hay comentarios:
Publicar un comentario