En el tórrido verano de 2015 me fui de vacaciones
a mi pueblo, Requena (Valencia). Acostumbrada a las elevadas temperaturas de Córdoba las
de allí, en un altiplano a 700 metros sobre el nivel
del mar, fueron una delicia. En otros
sitios he descrito la intensa emoción de volver a pisar lo que fue
el paraíso de mi infancia, pero como mujer profundamente creyente he
de decir que viví aquellos días como un auténtico regalo de Dios.
Muchas veces volví por Requena desde que salí de ella siendo una
jovencísima estudiante de 18 años, pero no tardé mucho en entrar
en la vida adulta y con ella se instalaron multitud de problemas,
supongo que como a todo el mundo. Marche a vivir a Andalucía y los
retornos por el pueblo no dejaban de ser dolorosos, nostálgicos,
añorando los tiempos pasado… pero mi vida comenzó a cambiar
cuando comencé a vivirla desde la fe, y aun así fue un lento
proceso. Ahora, cuando mi vida comienza un discurrir sereno,
encuentro que volver a estar en mi pueblo me produce una felicidad
desconocida. No ya una intensa emoción, sino una gran alegría, el
gozo del encuentro con primos, con conocidos, con amigos…como si mi
historia comenzase de nuevo otro gran capitulo, algo que ni siquiera
había imaginado, pero que el Señor tenía en mi proyecto de vida, y ha tenido a bien explicitármelo de modo que al gusto por el terreno natal añadiese el don
del afecto y la amistad.
Una de mis oraciones preferidas es el Magnificat
porque no puedo dejar de proclamar las maravillas que Dios ha hecho
en mí, ¡pero es que sigue haciéndolas!. Me daba cuenta que ese mes
en Requena era un puro don. Papá Dios me permitía saborear mi
estancia en Requena no solo con el buen vino de un paisaje y una
tierra exquisita, sino con el excelente pan de la buena gente, unas
personas no me recordaban, otras si, pero siempre acogedores, con
otros estreché lazos en la misa diaria. Pero hay otra oración que
me conmueve hasta el adn,
hasta lo más profundo del alma porque me enlaza, cual cordón
umbilical, con entrañables escenas de la infancia. Es la salve
entonada en el templo del Carmen y por las mujeres de Requena, para
mí no hay mejor
coro. Ese canto del “Salve Regina” ante la Virgen de los Dolores
siempre me suena a música celestial, me siento arropada por el
maternal manto de la Virgen. Las eucaristías en el templo del Carmen
entre semana y los domingos en El Salvador han sido una gozada.
También fueron momentos gozosos descubrir los lunes las oraciones de
“las caminatas de San Nicolás”, o la fiesta del Cristo del
Amparo en la Villa.
El primer día que salí temprano a caminar,
actividad que ya mi dni
me aconseja hacer diariamente, en menos de 20 minutos estaba en el
extremo del pueblo, allí donde acaba la preciosa Avenida de Arrabal.
Desde la atalaya que supone aquel moderno puente que cruza la vieja
carretera Nacional III, Madrid-Valencia, y conduce hasta la mismísima
feria, contemplaba la hermosura del paisaje del altiplano. Los
montes, los pinos, los chopos, las viñas, los cañaverales, las
moreras, el río Magro... todo seguía allí. Vinieron a mi mente los
versos de San Juan de la Cruz:
¡Oh bosques y espesuras plantadas por la mano del amado! !Oh
prado de verduras de flores esmaltado, decid si por vosotros ha
pasado!
Mil gracias derramando pasó por estos sotos
con presura, y, yéndolos mirando, con solo su figura vestidos los
dejó de su hermosura.
Cierto que algo había cambiado, pero lo
esencial, lo que a mi me unía con la ciudad en la que nací y viví
hasta el inicio de la juventud seguía allí. Sentía tal emoción
que ni siquiera contuve las lágrimas. El casco urbano se me quedó
pequeño, necesitaba salir al campo. Una
vez allí, pateando los caminos, sintiendo la felicidad a tope al
sentir tan querida tierra bajo mis pies, tan hermosos paisajes ante
mis ojos, el rumor del viento entre los pinos, el susurro de los
chopos, el murmullo del agua.. yo sentía que Dios me envolvía en un
manto de gala. Incluso en mis etapas más anticlericales no hubo
momento en que contemplase el mar o los paisajes montañosos, en el
que no estuviese convencida de la existencia de Dios. Ahora la
mismísima Creación me envolvía amorosamente.
Y cuando ya mi vida
discurre por cauces serenos no es que ya no dude, sino que no puedo
dejar de entonar el Magnificat y de recitar el salmo de Isaías. Si
el profeta bíblico se alegraba ante la nueva Jerusalén, yo ante la
Requena que se desplegaba ante mi, ante el gozo de pisar aquella
tierra y de reencontrarme con tanta gente, no podía sino entonar un
cántico con sus palabras.
“Desbordo
de gozo con el Señor,
y me alegro con mi Dios:
porque me ha vestido un traje de gala
y me ha envuelto en un manto de triunfo,
como novio que se pone le corona,
o novia que se adorna con sus joyas". (IS 61, 10)
y me alegro con mi Dios:
porque me ha vestido un traje de gala
y me ha envuelto en un manto de triunfo,
como novio que se pone le corona,
o novia que se adorna con sus joyas". (IS 61, 10)
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