Siempre admiré a los poetas por el especial don de hacer que la más
triste y negra de las experiencias, se convierta en algo realmente
hermoso a través de unas palabras escritas. Y por convertir la más
bella de las experiencias en algo realmente sublime. Hace muchos
tiempo que dejé atrás la poesía, prefiero la prosa, excepto la
lectura puntual de algún poeta. No obstante hay un tipo de poesía
que me sobrecoge cada mañana, es la de los salmos y la de los
himnos que encabezan los diversos tiempos del día desde la liturgia
de las horas.
No se indica quien es el autor al pie de cada
himno, pero una tarde quedé especialmente impactada por un himno, que llevo
años y años leyendo, pero que aquella tarde, miércoles de la semana I, parecía especialmetne escrito para mi alma.
que en mis hombros pusiste;
pero a veces encuentro que la jornada es larga,
que el cielo ante mis ojos de tinieblas se viste,
que el agua del camino es amarga, es amarga,
que se enfría este ardiente corazón que me diste;
y una sombría y honda desolación me embarga,
y siento el alma triste y hasta la muerte triste...
El espíritu es débil y la carne cobarde,
lo mismo que el cansado labriego, por la tarde,
de la dura fatiga quisiera reposar...
Mas entonces me miras... y se llena de estrellas,
Señor, la oscura noche; y detrás de tus huellas,
con la cruz que llevaste, me es dulce caminar.
Cuando
acabé de rezar Vísperas me fui a Internet e introduje el primer
verso del himno: “Amo Señor tu sendas, y me es suave la carga”.
A la primera opción me salió el autor, José Luis Blanco Vega, un
sacerdote jesuita.
El himno expresa nítidamente el agua amarga de
un caminar con el que llevo largo tiempo. Un tiempo en el que los
días no dejan de pasar volando, pero llenos de un profundo dolor que
no se explicar de donde viene. Tal vez de los desencantos de la vida,
de la constatación de mi pereza para las cosas de Dios, de la
dificultad de la vida pastoral, de las relaciones con las personas y
los grupos, de ese sentir como si todo me resbalase, que nada me
motiva y nada me entusiasma. Y el mayor desasosiego es sentir que no
sientes nada, como si hasta la fe te fuera ajena. Esos días en que
no me gusta mi cruz y vivo como si la vida fuera un sinsentido y pese
a la hermosura de los paisajes y las cosas pasas por los caminos como
si todo fuera un puro desierto. Piensas en la decisión de seguir a
Jesús, de vivir en la voluntad del Padre y sin embargo tu alma
parece un pedernal que no se conmueve ante nada y solo percibes el
profundo cansancio de la existencia, y no puedes descansar. Como dice
este poeta “un sombría y honda desolación me embarga y siento el
alma triste ...”. Intento recordar uno de esos días en los que
miraba y me sentía mirada por el Señor, y la noche se llenaba de
miríada de luces. Se que hoy no es uno de esos días, pero se que
el Señor me mira y pongo toda mi voluntad en afirmar que algún otro
día lo volveré a sentir. Me duelen los hombros de mi propia cruz,
posiblemente liviana, pero sigo, si no en un dulce caminar, casi.
Mañana, tal vez lo sea. Y mientras espero confiadamente eludo la
desesperación.
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