En
la bula de la Misericordia el papa Francisco nos dice que si queremos
que nuestro testimonio de creyentes sea más fuerte y eficaz hemos de
tener la mirada puesta en la misericordia, porque cada uno de
nosotros somos signos del eficaz obrar del Padre.
Pero,
sinceramente, creo, al menos a mi me pasa, que los creyentes somos
bastantes reacios a testimoniar nuestra fe, porque una cosa es
asistir a los actos de culto, predicar, dar clases, impartir
catequesis y otra entonar públicamente el Magníficat y proclamar
las maravillas que el Señor hace en cada uno de nosotros día a día.
Al menos a mí me cuesta. Abrir la mente no es difícil, en ella se
mueve la ideología, pero abrir el alma y el corazón sí, porque en
ella están mis sentimientos, mis pecados, también mis miedos y mis
prejuicios. Y eso se debe a que ese “ídolo del prestigio”, al
que adoramos inconscientemente, nos veta el ejercicio de eso que
tanto alardeamos en esta vieja, y ya poco sabia Europa: la libertad.
Porque hoy día confesar que disfruto enormemente con tener un
corazón dócil al obrar del Espíritu Santo, que sentirme hija de
Dios es una de las experiencia de mayor libertad que he tenido en mi
vida, que es fascinante descubrir que yo soy el resultado de un
proyecto de amor de Dios Padre, que estoy hecha para amar y ser feliz
amando, que me gustaría arder en la hoguera de amor de la Santísima
Trinidad, no es moderno. Es más, el virus del laicismo -que no sana
laicidad- del que tan contaminados estamos hasta los católicos,
podrá dictaminar “que estoy loca”, o que soy una retrógrada, o
incluso una reaccionaria. Bueno, pues puede ser su opinión, tan
respetable como cualquier otra, pero a mí lo que realmente me
gustaría es aprender a “querer como las locas”, expresión de
una hermosa copla de nuestro pueblo andaluz.
Francisco,
en su bula, nos ayuda a entender la misión de Jesús, que es posible
que no todos los católicos tengan claro. Bueno, a mi me costó
entender, aunque es cierto que pese a nacer y vivir inserta en un
ámbito católico, mi conversión no comenzó hasta comenzar la
cuarta década de mi vida, y ya voy mediando la sexta. La misión que
Jesús recibió del Padre fue la de revelar el misterio del amor
divino en plenitud. El evangelista Juan, por primera y única vez en
la Sagrada Escritura dice que “Dios es amor”, y si fijo mi mirada
en el rostro misericordioso de Jesús podré percibir el amor de la
Santísima Trinidad, porque la vida, la persona de Jesús no es otra
cosa sino amor, un amor que se dona y se ofrece gratuitamente. Eso
nos lo dice el papa Francisco en un lenguaje que entendemos todos,
que cuantas personas se cercaron a Jesús dejaron ver algo único e
irrepetible. Los signos que realizó con los pecadores, pobres,
excluidos, enfermos y sufrientes llevan el distintivo de la
misericordia. Todo en Jesús habla de misericordia, de compasión.
Pero también nos lo dicen los miles de santos y santas que han
pululado, y pululan, por la historia de la Iglesia. Aunque ahora
estén algo denostados por tirios y troyanos, por creyentess y no
creyentes.
El
ya beato Pablo VI en la conclusiones del Concilio quiso resaltar que
la antigua historia del samaritano había sido la pauta de la
espiritualidad del Concilio Vaticano II, y que la Iglesia, desde él,
enviaba al mundo contemporáneo no deprimentes diagnósticos, no
funestos presagios, sino remedios alentadores, mensajes de esperanza,
porque toda esta riqueza doctrinal elaborada en el Concilio “se
volcaba en una única dirección: servir al hombre. Al hombre en
todas sus condiciones, en todas sus debilidades, en todas sus
necesidades".
Ese es el mismo, el gran testimonio que nos han dejado los santos y
santas que nos han precedido y están en los altares. Aquellos locos
y locas de amor por Jesucristo, que ardieron en la hoguera de amor
trinitaria, pero cuya respuesta inmediata a ese amor fue ponerse en
camino, como María, y hacer como el samaritano, servir a cuantas
personas pobres, enfermas, tristes, solas, .. de cada época vayamos
encontrando. Como siguen haciendo tantas personas misioneras, laicas
o consagradas, que tocadas por el amor misericordioso de Dios,
responden con una vida de entrega, de servicio al Amor de los amores,
can recorriendo un camino que los lleva a la santidad. Todos ellas
son creyentes que dan testimonio.
Suele
ocurrir que admiramos esas vidas de santidad, las elogiamos pero
decimos “eso no es para mí”. ¡Que excusa más burda! ¡Yo la he
utilizado mucho! Decía padre Kentenich, un gran santo aunque todavía
no esté en los altares, que los santos llegaron a ser santos desde
el momento en que se supieron y hasta se sintieron amados por Dios.
Entonces, qué nos sucede a la mayoría de los católicos, o por lo
menos a los que todavía pululamos por las parroquias, damos
catequesis, practicamos los sacramentos, y hasta que puede que
estudiemos teología. ¿Es que no nos sentimos amados por Dios? O es
que nos sentimos, allá en el fondo de nuestra conciencia, tan
miserables que no creemos en lo fundamental que Dios es amor, que
dios sale a nuestro encuentro, que Jesús es el modelo del proyecto
de Dios para la humanidad, para mí en concreto. Pues a lo mejor A
veces pasa, menos mal que no todo el rato. Dar testimonio de nuestras
dudas y nuestras infidelidades también es muy reconfortante. Yo
creía que los santos eran seres perfectos, cuando descubrí que
también habían sido grandes pecadores realmente me sorprendí, pero
me sentó muy bien.
El testimonio de cómo los santos vivieron la
misericordia de Dios ante sus muchos pecados me fue muy útil. A lo
mejor mi testimonio creyente puede resultar útil a alguien. Claro
que esto puede parecer presunción, pero bueno, ¡me arriesgaré!
No hay comentarios:
Publicar un comentario