viernes, 12 de junio de 2015

La Parroquia, esa pequeña gran parcela de la Iglesia

     No hacía mucho que habíamos entrado en la década los años noventa del siglo XX, yo había salido ya de algunas de las situaciones difíciles mi vida y sentía algo así como una “imperiosa necesidad de dar gracias a Dios”. He de confesar que por aquel entonces yo era todavía una intelectual anticlerical que andaba, pese a todos mis conocimientos académicos, francamente despistada en lo tocante a la fe. 


     Un día me decidí, llamé a un jesuita, al cual había conocido en un Congreso sobre Centroamérica y que me parecía una persona sensata. Le expuse mi situación y le dije que quería dar gracias Dios pero sin pasar por la Iglesia católica. "Hija, eso es un poco difícil" me contestó; a continuación me preguntó por mi parroquia, pero yo no tenía ni idea, ni siquiera sabía cual era el santo titular. Entonces me preguntó donde vivía. En Valdeolleros, le contesté. Bueno, añadió, "a ti lo que te pasa es que sientes necesidad de hacer cosas para agradecer a Dios lo mucho que él ha hecho por ti, pues pásate por la parroquia de tu barrio que allí hacen muchas cosas". Así lo hice.
     Debía ser el día de Año Nuevo o el primer domingo de aquel año de 1992, sinceramente no lo recuerdo con exactitud, pero sí que era la primera vez que iba a misa -excepto actos sociales- en casi 20 años. Y si no fue ese día, fue poco después cuando la lectura y subsiguiente homilía de la parábola del Hijo Pródigo me enganchó de tal manera que volvía a misa al día siguiente y al siguiente, hasta hoy. No dejé de ir a misa, aunque no entendía mucho, pero me gustaba lo que decía el párroco sobre sentirnos hijos de Dios. Aquello de sentirme hija de Dios fue como la palanca que dinamitaría mis tontas resistencias intelectuales para comenzar un camino de conversión, en el que todavía estoy.Desde aquel gozoso día han pasado más de veinte años.
    Este año de 2015,durante el retiro de Cuaresma, reflexionaba sobre la importancia de las parroquias, siempre abiertas...Como toda institución humana tiene sus luces y sus sombras, pero la ventaja de ir cumpliendo años, de hacerte mayor o de ir envejeciendo a la sombra de una parroquia es que puedes valorar lo positivo de la misma, lo que sobresale en toda la trayectoria de su historia, lo que me ha aportado a mi, a la comunidad, a los niños, a los jóvenes, a los matrimonios,a los viejos, a los enfermos, a los más pobres, al barrio, a la Iglesia, a la historia. Todo lo que ha hecho para abrirme al cielo y a la tierra, a Dios y al prójimo, a la vida futura y a la presente, a la liberación personal y a la colectiva.
      Una parroquia está siempre abierta, puedes entrar y salir, asistir a los grupos, aprender, ampliar horizontes eclesiales, teológicos, pastorales, espirituales, estar ausente un tiempo, volver, pero siempre con la referencia de la comunidad parroquial. El párroco es como el maestro de primaria que siembra en ti lo fundamental en tu vida de fe. Luego vendrán otros maestros en teología, espiritualidad, pastoral, de muchas cosas...
     Bendito sea el Señor que llama a tantos jóvenes al sacerdocio, que luego serán sencillos párrocos, pero grandes padres para su comunidad. Bendito sea el Señor por instituir la Iglesia, su cuerpos místico, de la que me confieso fiel hija de la misma, por crear estas humildes parcelas que son las parroquia de barrio.
    
Posiblemente ninguna parroquia responda al ideal, en todas hay personas con sus limitaciones y sus pecados, pero cada parroquia nos vinculan a la Mater et magistra que es la Iglesia que nos revela el proyecto del Reino, que nos transmite a Jesucristo. Bueno, a lo mejor no nos lo enseñan tan perfilado en las parroquias, pero nos enseñan lo esencial en la fe, nos da los sacramentos. Allí, por encima de quienes sólo quieren ver las sombras, yo encontré la gran corriente de sabiduría que encierra la Iglesia, todo el inmenso caudal de verdad, de bondad, de belleza que nos transmite Jesucristo. ¡¡¡Y en verdad que mi vida cambió …en mucho..y en bueno!!!




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