La primera
vez que un sacerdote me dijo que Dios quería que yo fuera santa me eché a reír,
creía que era broma. Claro que entonces yo era una entusiasta conversa, pero
muy ignorante. Para mi los santos eran “esos seres que están en los altares”.
Nadie me había dicho, ni había leído en ningún sitio, que la santidad era algo
de la vida ordinaria. Por entonces yo andaba finalizando la cuarta década de mi
vida, a punto de doblar hacia la quinta, hacía unos ocho años que había vuelto
al seno de la Iglesia después de muchos años de andar bastante
“despistada”, y aunque ya había recibido
alguna formación doctrinal, y metido en muchos grupos de acción, lo cierto es que seguía sintiendo algo que
entonces no podía precisar ¿sed, añoranza, inquietud…? pero que me llevaba a
seguir buscando por cuantos caminos se abrían e a mi paso.

“Desde el
primer momento aquel hombre me fascinó aunque me resultaba definir las razones.
De aquella frágil figura de octogenario emanaba algo poderoso. Llevaba 65 años
ejerciendo de sacerdote, ya hacía muchos
que se había jubilado pero seguía en activo, colaborando con su parroquia de El
Salvador, en Valencia, como confesor de algunas comunidades religiosas, con la
Unión Apostólica del Clero ayudando a los sacerdotes con becas, eucaristías y
oración; impartiendo retiros, convivencias y ejercicios; carecía de bienes
personales y si llevaba, en aquella ocasión, una sotana nueva era porque no
había podido resistirse a la presión de las mujeres que él dirigía. Se
levantaba al alba y el sol le pillaba ya rezando en la capilla.
Pero lo
que a mi más me impactó fue el entusiasmo con que hablaba de Jesús, como se le
iluminaba el semblante cuando se refería a él, como si enamorarse de Jesús
fuese lo más grande que le hubiese sucedido en su vida. Otra cosa que me
impresionó mucho de él fue su humildad. En mayo de 1999 había sido nombrado
Prelado de Honor de S.S. el Papa Juan Pablo II, un cargo honorífico que
reconocía los servicios prestados a l Iglesia, pero él no quería que se le
llamase monseñor, él había aceptado aquel honor como hijo obediente de la
Iglesia, máxime cuando no era obligatorio ni el tratamiento ni llevar botones o
distintivos de color en la sotana, pero era algo que no tenía más importancia.
Descubrí en él algo que los hombres modernos buscan desesperadamente sin
encontrarlo, aunque presumen de poseerlo: la libertad. En su amor a Cristo, en
su entrega y obediencia a la Iglesia, en su donación a las personas, en su
generosidad y en su humildad, en sus eucaristías y en su oración, en todo eso
que tantas personas pueden considerar ataduras, don Salvador Domingo es un
hombre libre, sin mas sujeción que
la del amor, y el amor siempre es liberador. … Los ejercicios, las charlas, las
conversaciones con aquel sacerdote me resultaban alucinantes. Al principio
algunas de sus expresiones me llamaban la atención, yo procedía de unos ámbitos
intelectuales y culturales muy concretos, y mi formación religiosa procedía
directamente de la teología de la liberación, en consecuencia algunas
expresiones religiosas más tradicionales no dejaban de sorprenderme. Recuerdo
que en una de las pláticas de la tarde me dejó atónita la expresión del padre,
decía que su deseo era de que saliésemos santas: “¡Que saliese del grupo una
santa de oro puro!”, Y lo decía con tanto candor, tanto convencimiento, tanto
derroche de bondad y amor, que no podía menos que compartir su anhelo. A fin de
cuentas resultaba bonito decir que he sido creada para el amor y la felicidad;
eran dos buenos objetivos para conseguir en la vida, y los medios propuestos no
dejaban de ser, también, una buena terapia…La verdad es que durante aquellos
días de verano me empapaba de las palabras de don Salvador como la tierra de
agua tras la sequía”.
Hoy, casi quince años después, no puedo dejar de
recordar aquellos días y alabar a Dios con toda mi alma es decir, reconocerle
como mi Dios y Señor, como mi creador que ha diseñado un hermoso proyecto de
amor para mí, que ha ido poniendo
figuras señeras de santidad en mi vida para enseñarme lo que es la verdadera
felicidad. Que yo sea un zoquete y
todavía no haya ni siquiera aprobado esa asignatura es otra cuestión.
Cierto que mucho han ido cambiado mis perspectivas
desde aquel verano ¡Gracias a Dios! Y si de algo estoy convencida es que los
santos “tienen razón”, no la razón del mundo, la que nos quiere hacer creer que
en el yo, en el dinero en el poder y el prestigio está la felicidad. No hay mas
que mirar a nuestro alrededor y ver cuanto desecho humano hay víctima de esos
ídolos. No hay más que mirar la vida de los santos, los de ayer y los de hoy,
para darnos cuenta de quien tiene la clave de la felicidad que tanto anhelamos.
Don Salvador Domingo no solo fue un hombre
totalmente libre, sino además, totalmente enamorado. Enamorado de Jesús, el
icono de Dios para el ser humano. Libertad y amor, algo que perseguimos casi
desesperadamente por los caminos y en los lugares más inadecuados. Los santos
nos pueden ayudar en esa búsqueda, en ese caminar.
Otro día hablaremos de eso.
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