viernes, 12 de diciembre de 2014

DE AMOR , DE LIBERTAD… DE SANTOS

La primera vez que un sacerdote me dijo que Dios quería que yo fuera santa me eché a reír, creía que era broma. Claro que entonces yo era una entusiasta conversa, pero muy ignorante. Para mi los santos eran “esos seres que están en los altares”. Nadie me había dicho, ni había leído en ningún sitio, que la santidad era algo de la vida ordinaria. Por entonces yo andaba finalizando la cuarta década de mi vida, a punto de doblar hacia la quinta, hacía unos ocho años que había vuelto al seno de la Iglesia después de muchos años de andar bastante “despistada”,  y aunque ya había recibido alguna formación doctrinal, y metido en muchos grupos de acción,  lo cierto es que seguía sintiendo algo que entonces no podía precisar ¿sed, añoranza, inquietud…? pero que me llevaba a seguir buscando por cuantos caminos se abrían e a mi paso.

Uno de esos caminos, que tomé durante las vacaciones del verano de 1999, me llevó al Monasterio de San Miguel en Liria (Valencia), y allí me encontré –hoy diría que el Señor me había preparado un suculento menú de verano- ante un sacerdote casi nonagenario que me fascinó. Me impactó de tal manera que, algún tiempo después cuando había regresado a casa, me daba cuenta que en aquel pequeño gran sacerdote yo había descubierto que la santidad existe. Para aproximarme a lo que sentí en aquellos momentos creo que vale la pena que utilice las mismas palabras que utilicé entonces para describir a don Salvador Domingo[1]:
“Desde el primer momento aquel hombre me fascinó aunque me resultaba definir las razones. De aquella frágil figura de octogenario emanaba algo poderoso. Llevaba 65 años ejerciendo de sacerdote, ya hacía  muchos que se había jubilado pero seguía en activo, colaborando con su parroquia de El Salvador, en Valencia, como confesor de algunas comunidades religiosas, con la Unión Apostólica del Clero ayudando a los sacerdotes con becas, eucaristías y oración; impartiendo retiros, convivencias y ejercicios; carecía de bienes personales y si llevaba, en aquella ocasión, una sotana nueva era porque no había podido resistirse a la presión de las mujeres que él dirigía. Se levantaba al alba y el sol le pillaba ya rezando en la capilla.
Pero lo que a mi más me impactó fue el entusiasmo con que hablaba de Jesús, como se le iluminaba el semblante cuando se refería a él, como si enamorarse de Jesús fuese lo más grande que le hubiese sucedido en su vida. Otra cosa que me impresionó mucho de él fue su humildad. En mayo de 1999 había sido nombrado Prelado de Honor de S.S. el Papa Juan Pablo II, un cargo honorífico que reconocía los servicios prestados a l Iglesia, pero él no quería que se le llamase monseñor, él había aceptado aquel honor como hijo obediente de la Iglesia, máxime cuando no era obligatorio ni el tratamiento ni llevar botones o distintivos de color en la sotana, pero era algo que no tenía más importancia. Descubrí en él algo que los hombres modernos buscan desesperadamente sin encontrarlo, aunque presumen de poseerlo: la libertad. En su amor a Cristo, en su entrega y obediencia a la Iglesia, en su donación a las personas, en su generosidad y en su humildad, en sus eucaristías y en su oración, en todo eso que tantas personas pueden considerar ataduras, don Salvador Domingo es un hombre libre, sin mas sujeción que la del amor, y el amor siempre es liberador. … Los ejercicios, las charlas, las conversaciones con aquel sacerdote me resultaban alucinantes. Al principio algunas de sus expresiones me llamaban la atención, yo procedía de unos ámbitos intelectuales y culturales muy concretos, y mi formación religiosa procedía directamente de la teología de la liberación, en consecuencia algunas expresiones religiosas más tradicionales no dejaban de sorprenderme. Recuerdo que en una de las pláticas de la tarde me dejó atónita la expresión del padre, decía que su deseo era de que saliésemos santas: “¡Que saliese del grupo una santa de oro puro!”, Y lo decía con tanto candor, tanto convencimiento, tanto derroche de bondad y amor, que no podía menos que compartir su anhelo. A fin de cuentas resultaba bonito decir que he sido creada para el amor y la felicidad; eran dos buenos objetivos para conseguir en la vida, y los medios propuestos no dejaban de ser, también, una buena terapia…La verdad es que durante aquellos días de verano me empapaba de las palabras de don Salvador como la tierra de agua tras la sequía”.
Hoy, casi quince años después, no puedo dejar de recordar aquellos días y alabar a Dios con toda mi alma es decir, reconocerle como mi Dios y Señor, como mi creador que ha diseñado un hermoso proyecto de amor para mí, que  ha ido poniendo figuras señeras de santidad en mi vida para enseñarme lo que es la verdadera felicidad.  Que yo sea un zoquete y todavía no haya ni siquiera aprobado esa asignatura es otra cuestión.
Cierto que mucho han ido cambiado mis perspectivas desde aquel verano ¡Gracias a Dios! Y si de algo estoy convencida es que los santos “tienen razón”, no la razón del mundo, la que nos quiere hacer creer que en el yo, en el dinero en el poder y el prestigio está la felicidad. No hay mas que mirar a nuestro alrededor y ver cuanto desecho humano hay víctima de esos ídolos. No hay más que mirar la vida de los santos, los de ayer y los de hoy, para darnos cuenta de quien tiene la clave de la felicidad que tanto anhelamos.
Don Salvador Domingo no solo fue un hombre totalmente libre, sino además, totalmente enamorado. Enamorado de Jesús, el icono de Dios para el ser humano. Libertad y amor, algo que perseguimos casi desesperadamente por los caminos y en los lugares más inadecuados. Los santos nos pueden ayudar en esa búsqueda, en ese caminar.
Otro día hablaremos de eso.




[1] Publicado en el periódico Iglesia en Andalucía el 1 de febrero de 2000.

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